Unas gotas de fenomenología
“Un hombre ilustre agoniza. Su mujer está junto al lecho. Un médico cuenta las pulsaciones del moribundo. En el fondo de la habitación hay otras dos personas: un periodista, que asiste a la escena obitual por razón de su oficio, y un pintor que el azar ha conducido allí. Esposa, médico, periodista y pintor presencian un mismo hecho. Sin embargo, este único y mismo hecho –la agonía de un hombre- se ofrece a cada uno de ellos con aspecto distinto. Tan distintos con estos aspectos, que apenas si tienen un núcleo común. La diferencia entre lo que es para la mujer transida de dolor y para el pintor que, impasible, mira la escena, es tanta, que casi fuera más exacto decir: la esposa y el pintor presencian dos hechos completamente distintos.
Resulta, pues, que una misma realidad se quiebra en muchas realidades divergentes cuando es mirada desde puntos de vista distintos. Y nos ocurre preguntarnos: ¿Cuál de esas múltiples realidades es la verdadera, la auténtica? Cualesquiera decisión que tomemos será arbitraria. Nuestra preferencia por una u otra sólo puede fundase en el capricho. Todas esas realidades son equivalentes, cada una la auténtica para su congruo punto de vista. Lo único que podemos hacer es clasificar estos puntos de vista y elegir entre ellos el que prácticamente parezca más normal o más espontáneo. Así llegaremos a una noción nada absoluta, pero, que al menos, práctica y normativa de la realidad.
El medio más claro de diferencias los puntos de vista de esas cuatro personas que asisten a la escena mortal consiste en medir una de sus dimensiones: la distancia espiritual en que cada uno se halla del hecho común, de la agonía. En la mujer del moribundo esta distancia es mínima, tanto que casi no existe. El suceso lamentable atormenta de tal modo su corazón, ocupa tanta porción de su alma que se funde con su persona o dicho en giro inverso: loa mujer interviene en la escena, es un trozo de ella. Para que podamos ver algo, para que un hecho se convierta en objeto que contemplamos es menester separarlo de nosotros y que deje de formar parte viva de nuestro ser. La mujer, pues, no asiste a la escena, sino que está dentro de ella; no la contempla, sino que la vive.
El médico se encuentra ya un poco más alejado. Para él se trata de un caso profesional. No interviene en el hecho con la apasionada y cegadora angustia que inunda el alma de la pobre mujer. Sin embargo, oficio le obliga a interesarse seriamente en lo que ocurre.: lleva en ello alguna responsabilidad y acaso peligra prestigio. Por tanto, aunque menos íntegra e íntimamente que la esposa, toma también parte en el hecho, la escena se apodera de él, le arrastra a su dramático interior prendiéndole, ya que no por su corazón, por el fragmento profesional de su persona, También él vive el triste acontecimiento aunque con emociones que no parten de su centro cordial, sino de su peripecia profesional.
Al situarnos ahora en el punto de vista del reportero, advertimos que nos hemos alejado enormemente de aquella dolorosa realidad. Tanto nos hemos alejando, que hemos perdido con el hecho todo contacto sentimental. El periodista está allí como el médico, obligado por su profesión, no por espontáneo y humano impulso. Pero mientras la profesión del médico le obliga a intervenir en el suceso, la del periodista le obliga precisamente a no intervenir: debe limitarse a ver. Para él propiamente es el hecho pura escena, mero espectáculo que luego ha de relatar en las columnas del periódico. No participa sentimentalmente en lo que allí acaece, se halla espiritualmente exento y fuera del suceso; no lo vive, sino que lo contempla con la preocupación de tener que referirlo luego a sus lectores, Quisiera interesar a éstos, conmoverlos, y , si fuese posible, conseguir que todo los suscriptores derramen lágrimas, como si fuesen transitorios parientes del moribundo. En la escuela había leído la receta de Horacio: Si vis me flere, dolendum est primun ipsi tibi
Dócil a Horacio, el periodista procura fingir emoción para alimentar con ella luego su literatura. Y resulta que, aunque no “vive” la escena, “finge” vivirla.
Por último, el pintor, indiferente, no hace otra cosa que poner los ojos en coulisse. Le atrae sin cuidado cuanto pasa allí; está, como suele decirse, a cien mil leguas del suceso, Su actitud es o puramente contemplativa y aun cabe decir que no lo contempla en su integridad; el doloroso sentido interno del hecho queda fuera de su percepción. Sólo atiende a lo exterior, a las luces y a las sombras, a los valores cromáticos. En el pintor hemos llegado al máximum de distancia y al mínimum de intervención sentimental.
La pesadumbre inevitable de este análisis quedaría compensada si no permitiese hablar con claridad de una escala de sustancias espirituales entre la realidad y nosotros. En esa escala los grados de proximidad equivalen a grados d liberación en que objetivamos el suceso real, convirtiéndolo en puro tema de contemplación. Situados en uno de los extremos, nos encontramos con un aspecto del mundo –personas, cosas, situaciones- que en la realidad “vivida”; desde el otro extremo, en cambio, vemos todo en su aspecto de realidad “contemplada”.
Al llegar aquí tenemos que hacer una advertencia esencial para la estética, sin la cual no es fácil penetrar en la fisiología del arte, lo mimo viejo que nuevo. Entre estos diversos aspectos de la realidad corresponden a los varios puntos de vista, hay uno de que derivan todos los demás y en todos los demás va supuesto. Es el de la realidad vivida, Si no hubiese alguien que viviese en pura entrega y frenesí la agonía de un hombre, el médico no se preocuparía por ella, los lectores no entenderían los gestos patéticos del periodista que describe el suceso y el cuadro en que el pintor representa un hombre en el lecho rodeado de figuras dolientes no sería ininteligible. Lo mismo podríamos decir de cualquier otro objeto, sea persona o cosa. La forma primigenia de un manzana es la que ésta posee cuando nos disponemos a comérnosla. En ejemplo, la que un artista de 1600 le ha dado, combinándola en un barroco ornamento, la que presenta en un bodegón de Cézanne o en la metáfora elemental que hace de ella una mejilla de moza –conserva más o menos aquel aspecto originario. Un cuadro, una poesía donde no quedase resto alguno de las formas vividas serían ininteligibles, es decir, no serían nada, como nada sería un discurso donde a cada palabra se le hubiese extirpado su significación habitual.
Quiere decir esto que la escala de las realidades corresponde a la realidad vivida una peculiar primacía que nos obliga a considerarla como “la” realidad por excelencia. En vez de realidad vivida, podíamos decir realidad humana. El pintor que presencia impasible la escena de agonía parece “inhumano”. Digamos, pues, que el punto de vista humano es aquel en que “vivimos” las situaciones, las personas, las cosas. Y, viceversa, son humanas todas las realidades –mujer, paisaje, peripecia- cuando ofrecen el aspecto bajo el cual suelen ser vividas. […]”
ORTEGA Y GASSET. José. “Unas gotas de fenomenología”. En: La deshumanización del arte y otros ensayos de estética. Madrid: Colección Austral, 2007. Págs. 57-61.
Hay una pintura con esta escena, pero no recuerdo el artista y creo que la pintura se llama contemplaciones.
ResponderEliminarTe agradecería si me puedes inflrmar al respecto.
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Gracias